lunes, 21 de septiembre de 2015

Crecer y envejecer

Recuerdo muy bien mi tercer cumpleaños, despertamos mi padre, mi madre y mi persona en el cuarto donde vivíamos, yo tenía el cabello dorado y cuando saltaba mis ondas se meneaban casi divinas por todo el espacio frente a mi cara, rebotaban y golpeaban toda la superficie de mi pequeña y pálida cabeza. Aquel día salté toda la mañana sobre mi cama porque desayunamos Pingüinitos (cuando se conseguían) en la Venezuela más digna que he habitado.
Salté y salté y salté y salté miles de veces, se me hacía corriente volar.
Entonces caí, pero carecía de importancia porque yo, ¡era la niña más feliz del mundo! Me rompí la cabeza, había sangre por todas partes y con gracia recuerdo haber preguntado si se trataba (tan pronto) de mi primer periodo, pero gracias a Dios la respuesta fue negativa, de hecho fueron siete puntos los que me gané.
Siquiera el momento que me raparon mi dorada cabellera para comenzar a tejer sobre mi cráneo arruinó los siete años consecutivos a ese evento, época en la que mi padre y yo armamos una relación casi inquebrantable. A veces pienso, no es casualidad que luego de contar los siete años, casi como algo bendito y destinado, me haya abandonado.
Sí es cliché venir de una crianza sin paternidad, pero es inevitable y afecta como si fueras el único ser con esa clase de vacío en el planeta. Inclusive hasta hace un par de años, erróneamente, mi persona aún se creía un ser demasiado desgraciado para compartir un espacio determinado con cualquier otro humano corriente.


Es entonces cuando se comienza a crecer. Me pasa que parpadeo, pasan dieciocho años y me encuentro a mí misma frente a un computador, en la Venezuela más corrupta y avergonzada que he habitado, pensando que crecer y envejecer significan completamente lo opuesto y yo soy capaz de fijarme. Hemos vivido creyendo que es sencillamente lo mismo, quien se atreva a comentar que se trata de un tema similar comete un gran error.
Siendo una joven observadora, con mis cortos pero productivos años de vivencias y reflexión, quiero explicarles que entre un ser que crece y un ser que envejece, existe una triste barrera (un portal, mejor dicho) y voy a aclararles esta idea poniendo de perfecto ejemplo, nada más ni nada menos, que a mi padre.


Hace dos meses tomé la decisión (teniendo como excusa mi cumpleaños número dieciocho) de comunicarme con él y acordar una muy poética cita.
Fue a buscarme a mi casa en el Mercedes Benz de los años 70 donde se transportó amplios tiempos de su vida, inclusive aquellos que compartió con mi madre. Siempre me ha parecido un automóvil trágico, porque no crece, sino que envejece constantemente y sin detenerse. Creando así, con su existencia, un recuerdo melancólico de lo que alguna vez fue.
¿Comienzan a comprender a qué me refiero?
Aquella tarde me confesó que siempre había querido cantar, vivir para eso. Repitió centenares de veces todos los cursos (aleatoriamente) en los que se había inscrito, pero yo solo veía sus manos llenas de cicatrices, que se abrían y cerraban con el transcurso del tiempo. Mi padre es el mejor mecánico de mi pueblo, siempre tiene las palmas cortadas, no logra evitarlo. Y ¿quién soy yo para juzgar a un ser que se hiere por lo que ama? Mi persona lo hace todos los días.

Esa misma noche, al finalizar mi cita llegué a casa y me recosté, parpadeando lentamente mientras me sucumbía en el vacío de un sueño tranquilo, y era tranquilo porque mi padre: estaba creciendo.

Entonces pasó.
Anoche lo llamé para saludar y el hombre detrás del altavoz era otro.
Charlé un momento con un ser enfermo, un ser que ya no puede cortarse una y otra vez las palmas de las manos por amor al oficio, un ser con un límite mortal trazado frente a su nariz, un ser que: está envejeciendo.


En conclusión, se trata de un portal que todos terminan por cruzar.