Recuerdo
muy bien mi tercer cumpleaños, despertamos mi padre, mi madre y mi persona en
el cuarto donde vivíamos, yo tenía el cabello dorado y cuando saltaba mis ondas
se meneaban casi divinas por todo el espacio frente a mi cara, rebotaban y
golpeaban toda la superficie de mi pequeña y pálida cabeza. Aquel día salté
toda la mañana sobre mi cama porque desayunamos Pingüinitos (cuando se
conseguían) en la Venezuela más digna que he habitado.
Salté
y salté y salté y salté miles de veces, se me hacía corriente volar.
Entonces
caí, pero carecía de importancia porque yo, ¡era la niña más feliz del mundo!
Me rompí la cabeza, había sangre por todas partes y con gracia recuerdo haber
preguntado si se trataba (tan pronto) de mi primer periodo, pero gracias a Dios
la respuesta fue negativa, de hecho fueron siete puntos los que me gané.
Siquiera
el momento que me raparon mi dorada cabellera para comenzar a tejer sobre mi cráneo
arruinó los siete años consecutivos a ese evento, época en la que mi padre y yo
armamos una relación casi inquebrantable. A veces pienso, no es casualidad que
luego de contar los siete años, casi como algo bendito y destinado, me haya
abandonado.
Sí es
cliché venir de una crianza sin paternidad, pero es inevitable y afecta como si
fueras el único ser con esa clase de vacío en el planeta. Inclusive hasta hace
un par de años, erróneamente, mi persona aún se creía un ser demasiado
desgraciado para compartir un espacio determinado con cualquier otro humano
corriente.
Es
entonces cuando se comienza a crecer. Me pasa que parpadeo, pasan dieciocho
años y me encuentro a mí misma frente a un computador, en la Venezuela más
corrupta y avergonzada que he habitado, pensando que crecer y envejecer
significan completamente lo opuesto y yo soy capaz de fijarme. Hemos vivido
creyendo que es sencillamente lo mismo, quien se atreva a comentar que se trata
de un tema similar comete un gran error.
Siendo
una joven observadora, con mis cortos pero productivos años de vivencias y
reflexión, quiero explicarles que entre un ser que crece y un ser que envejece,
existe una triste barrera (un portal, mejor dicho) y voy a aclararles esta idea
poniendo de perfecto ejemplo, nada más ni nada menos, que a mi padre.
Hace
dos meses tomé la decisión (teniendo como excusa mi cumpleaños número
dieciocho) de comunicarme con él y acordar una muy poética cita.
Fue a
buscarme a mi casa en el Mercedes Benz de los años 70 donde se transportó
amplios tiempos de su vida, inclusive aquellos que compartió con mi madre.
Siempre me ha parecido un automóvil trágico, porque no crece, sino que envejece
constantemente y sin detenerse. Creando así, con su existencia, un recuerdo
melancólico de lo que alguna vez fue.
¿Comienzan
a comprender a qué me refiero?
Aquella
tarde me confesó que siempre había querido cantar, vivir para eso. Repitió
centenares de veces todos los cursos (aleatoriamente) en los que se había
inscrito, pero yo solo veía sus manos llenas de cicatrices, que se abrían y
cerraban con el transcurso del tiempo. Mi padre es el mejor mecánico de mi
pueblo, siempre tiene las palmas cortadas, no logra evitarlo. Y ¿quién soy yo
para juzgar a un ser que se hiere por lo que ama? Mi persona lo hace todos los
días.
Esa
misma noche, al finalizar mi cita llegué a casa y me recosté, parpadeando
lentamente mientras me sucumbía en el vacío de un sueño tranquilo, y era tranquilo
porque mi padre: estaba creciendo.
Entonces
pasó.
Anoche
lo llamé para saludar y el hombre detrás del altavoz era otro.
Charlé
un momento con un ser enfermo, un ser que ya no puede cortarse una y otra vez
las palmas de las manos por amor al oficio, un ser con un límite mortal trazado
frente a su nariz, un ser que: está envejeciendo.
En
conclusión, se trata de un portal que todos terminan por cruzar.